¿Pobreza o miseria? | Análisis

2022-10-09 18:48:45 By : Ms. Sarah Chen

“Las palabras y las cosas”

Nunca hay una sola respuesta para una única pregunta. Las respuestas tienen el número de los intérpretes o de los analistas que aborden un tema dilemático o problemático. Sin embargo, para entender y pretender solucionar un conflicto, una falta, un error, por alguna corrección hay que empezar. Si se trata de corregir algo que se nos presenta como contrahecho, en cambio de comerse la cola en círculo como el perro, alguna hipótesis hay que arriesgar, sin miedo a las interpretaciones de aquellos que tienen voluntad de juzgar y privilegio de opinar públicamente. Para arreglar una pared mal hecha, sin cimiento y sin columnas, hay dos salidas: el “remiendo” o el derrumbe. Previamente, hay que describir el fenómeno y aunque la hipótesis sea falaz, siempre sirve para pensar posibles enmiendas y cambios. Si dijéramos “la pobreza no existe en Argentina”, un sinnúmero de reacciones echarían por tierra lo afirmado basándose en la casuística, en la observación, en la estadística, en los estudios comparados y hasta en la evidencia.  Seguramente, si lo que se presenta a los ojos de un observador es una calle con personas envueltas en diario durmiendo en pleno invierno o unos chicos sorbiendo el agua con lodo de un charco o ancianos comiendo de la basura o salas de espera de hospitales con madres que cargan hijitos agitados y desnutridos o gente saqueando trenes descarrilados o camiones volcados y llevándose su contenido sean bebidas, ganado en pie faenado ahí o mercadería seca o niños andrajosos montados en mulas sobre caminos yermos para llegar a una escuela remota o grupos abultados de personas excedidas en grasa alrededor de una olla popular o larguísimas colas de ancianos, niños y todas las edades para recibir algunos cucharones de alimentos procesados…, más mil imágenes, en principio, la hipótesis anterior quedaría absolutamente desbaratada. ¿Quiénes son los responsables? Cada uno de los episodios presentados, son reales, sensibles hasta la última fibra de la condición humana. No está en su mera mención descifrar lo que ocurre. Nos desacostumbrados a entender un supuesto madre: que todo debe verse y analizarse desde el principio, no desde las consecuencias finales. El principio sería definir la pobreza. Es una definición que damos por sentada. Sin embargo, si a las anteriores secuencias se le oponen otras que muestran niñitos litoraleños tomando clases en una escuela en medio de la nada o madres inventando una comilona con tres elementos o un grupo de vecinos levantando paredes que constituirán la casa de todos y cada uno o señoras armando almácigos en cajones de mercado o madres peinando cabecitas impecables que van a la escuela o gente capaz de reciclar la basura más deleznable o un grupo de hombres empecinados en reparar una máquina y volver a levantar una industria abandonada o en quiebra fraudulenta o mujeres y hombres con las manos ágiles sobre telares elaborando prendas exclusivas o ancianos dibujando las primeras letras con sus nietos y contándoles sus comienzos o…, la conclusión se corrobora, “no existe la pobreza en Argentina”. Deberíamos definir la pobreza como un estadio o una etapa en la vida de las personas, de las sociedades o de las naciones. Un estado del que necesariamente hay que partir y que no es en sí mismo deplorable. La pobreza es un orgullo cuando se trata del piso para subir otros escalones cuya medida pertenece al terreno de la ética.

Volver al origen siempre descorre todos los velos como las capas de la cebolla que al quitarse nos llevan a su pulpa. Son tantas las definiciones de pobreza - que las distintas disciplinas y los diferentes momentos históricos le han ido otorgando-  que la confusión, para aquellos que buscan reducirla, aleja las soluciones tantas veces como tantas definiciones o tantas capas tenga. Desde la etimología, el origen quizás más remoto a donde se puede llegar, sea en latín o en griego, pobreza está asociada a poco o pequeño. Resulta más interesante cuando por derivaciones de raíces se llega al sentido de pobreza igual a producir poco. Las ciencias sociales la han definido desde la estricta incumbencia epistemológica de cada campo. Así, la economía, por el nivel de ingreso o como la carencia de bienes y servicios esenciales para satisfacer las necesidades básicas. La antropología cultural, tan necesaria para el criterio que se aplicará en estas líneas - a nuestro humilde parecer - ha oscurecido más su naturaleza confundiendo la cultura de la pobreza con la subcultura de masas. Se debe aclarar que el continente de la subcultura de masas corresponde a la industria cultural (que algunos contenidos abreven en los segmentos más bajos de la pirámide económica no define nada ya que, generalmente, se privilegia la morbosidad). Es decir, no emerge en forma espontánea y anónima desde determinada condición en esa escala social sino de los lineamientos que bajan del negocio verticalmente y se reproducen opacando toda espontaneidad, superponiéndose hasta nublarla. A nuestro entender, es imposible separar el fenómeno social del motor cultural. Lo que es pobreza para una mirada occidental, más precisamente eurocéntrica, es universo simbólico para el mundo oriental y aún para el originario, autóctono de este hemisferio. Soslayando el anacronismo, los calendarios ilustrados por Florencio Molina Campos son tan apreciados justamente porque representan las costumbres de una cultura popular engendrada desde la propia simiente rural y pobre. ¿Algunos de los millones de espectadores de estas estampas las habrá relacionado con la pobreza? Se acepta que el no responde a dos razones: una, a lo asegurado antes, y otra, a la admiración sin compromiso por la que una minoría privilegiada ha convertido el folclore de raíz auténtica en producto anquilosado. Imágenes que dan cuenta de un modo de ser y de vivir que los poderes concentrados prefieren congelar.

Algunas estadísticas ubican la pobreza en las mochilas más o menos abultadas de los niñitos. El que menos variedad de artículos didácticos tiene es el más pobre. Una de las últimas desviaciones proviene de la megalomanía tecnocrática: el niño sin acceso a la tecnología informática es un educando muerto, incapaz de integrarse a la economía del conocimiento. El maestro que hace treinta kilómetros a mula por camino de cornisa en el Noroeste argentino, único docente que atiende a todos los grados en una escuelita perdida, consigue que su tarea de posta con el conocimiento universal, no de la última década, se haga carne en los chicos. La expresión, la presencia, el desenvolvimiento de estos niños es geométricamente mejor que otro de suburbio urbano o aún de escuela privada. Sin señal, con cuaderno, lápiz y letra propia, el alumno sintetiza su conocimiento vital con los trasmitidos por el maestro. Vienen de construcciones de adobe, con una educación familiar quizás demasiado tradicional para los ojos citadinos, basada en el respeto y en el esfuerzo, con sus cabritos, su gallinero y su huerta. ¿Son pobres?  Por lo menos una decena de chicos con estas condiciones y este contexto geográfico y social han llegado a concursos internacionales y fueron ubicados en los primeros puestos. ¿Son pobres? Es necesario reconocer que los de menores ingresos también manifiestan su deseo de acceder a la tecnología. Aunque su llegada sea una seguridad, formados de este modo, se anticipan a dominar el instrumento y no a ser víctimas de él. Entonces, confundir pobreza con la limitación de recursos materiales y/o tecnológicos y con alejamiento de la cultura industrial y de las costumbres citadinas es una falacia desmesurada. Es similar lo que ocurre simplemente en pueblos del mal llamado interior en los que con las condiciones básicas satisfechas, con buenas viviendas, pero con austeridad, el alumno “pueblerino” supera con creces al citadino hacinado en villas, en edificios al estilo Kavanagh o igualmente encerrados en country.

Amartya Sen sitúa cuatro perspectivas o factores de análisis: pobreza por bajos ingresos, por discriminación cultural, por rezago educativo, por dificultad de acceso a la salud. Sus conclusiones son el resultado de un juego de factores como los nombrados. La particularidad consiste en que no es determinante el monto de los ingresos sino lo que se hace con ellos. Por otra parte, establece una relación entre recursos y oportunidades, pero la hegemonía del análisis económico sitúa la relación de los bajos ingresos con la imposibilidad de acceder al mercado de consumo. Para el mismo autor, la dificultad en las definiciones reside en que la pobreza no es una, es particularmente heterogénea por el modo de enfrentarla o de discernir prioridades. No se trata aquí de demandar que cada individuo tenga una automotivación para hacerlo. Es difícil en las sociedades de control dirigidas por el mercado. De sus conceptos, se desprende que el ser humano habitante de cualquier sociedad occidental no es tratado como ciudadano sino como cliente, beneficiario o consumidor. Cliente de los votos, beneficiarios de la asistencia social y consumidor de los productos del mercado. En Argentina no existe la pobreza y menos el hambre. Que los centros encargados de ponderarla le atribuyan el número que quieran. Da igual. (Esos números resultan de estudios aplicados casi exclusivamente en el cinturón urbano porteño o AMBA, ese hacinamiento infrahumano que rodea la otrora “Capital”  y sobre el cual no se muestra ninguna voluntad de reurbanización). Para entender la pobreza - con el mayor esfuerzo desubjetivador y desideoligizador-  y asegurar su presencia o su ausencia, el análisis sobre números promedio desvía su conocimiento, su ubicación o su identificación. Sin embargo y a todas luces, lo que no se puede negar desde ningún punto de vista es la injusta distribución de la riqueza que lleva a inequidades abrumadoras en los modos de vida.

Con el decaimiento del Estado de bienestar, del fordismo, pasando por el toyotismo, el neoconservadurismo, etc., más la avanzada tecnológica, surge la necesidad de “disfrazar” el desempleo, porque eso es la asistencia social: un disfraz temporario que en este país lleva décadas. Habría que preguntase entonces cuál es la razón del desempleo. Lo extraño es que sociólogos, politólogos, economistas y antropólogos formados caigan en la rápida respuesta de que la raíz está en la tecnología. ¿Qué es la tecnología? La tecnología es el hombre. Superado el oscurantismo medieval, del renacentista  Leonardo Da Vinci en adelante, el progreso de las “herramientas” para aliviar la tarea bruta se incrementó rápidamente, por el conocimiento y la imaginación de la humanidad. Nunca más oportuno: el conocimiento. El nivel de ingresos no implica ausencia de conocimiento. Cuando éste se ausenta, llega la presencia de un mal extremadamente más difícil de erradicar y muy distinto a la esencia de la pobreza. No hay pobreza en la Argentina, menos aún hambre. Como se mencionó antes, basta con un mínimo recorrido, sin ningún espíritu científico ni ideológico, para ver la proliferación de ollas populares, de comedores comunitarios, de merenderos, etc., y observar las cuadras, literalmente cuadras, de personas que esperan tres o cuatro horas con un recipiente para conseguir su “ración”. Una visión y una costumbre que se vuelven inaceptable en este país. Trágico paliativo. ¿Cuánto se puede hacer en tres o cuatro horas? ¿Cuánto se puede producir en cualquier rubro para tener el sustento ganado dignamente? La asociación de la pobreza con el hambre es el resultado de mentes intoxicadas por un sistema ya aceptado como decadente, pero cuyos efectos nocivos siguen dañando. No hay pobreza, no hay hambre, hay indigencia, marginalidad. Estos conceptos son mucho más horrorosos y repugnantes para la condición humana que el de pobreza y los números repetidos publicados por cuanto observatorio o instituto quiera hacerlo. Indigencia alude a despojo, dejadez, holgazanería, suciedad, embrutecimiento, ignorancia, en algunos casos, hasta violencia y delito cuando esos seres no se rinden fatalmente a su condición… En cierto sentido, animalidad, con una desventaja para el lado del hombre más que la del animal. Aquí también está el socorro de lo empírico: es suficiente recorrer los amplios sectores donde radica la “pobreza de los números” para obtener las imborrables imágenes de cuatro palos, bolsas de consorcio, baterías inutilizadas, cajas de galletitas o entrar a esos “refugios” para reconocer miseria, abandono y enajenación. Las responsabilidades también son múltiples porque la indigencia se compra y se vende. Como los actos de corrupción, siempre hay dos partes. El mayor peso recae sobre los administradores del Estado, pero también su reproducción tiene la complicidad de las sociedades estén o no en situaciones miserables.

Lo antedicho se puede corroborar con creces frente a un caso testigo ubicado en la periferia santafesina. Durante más de un mes, los medios reproducen el mensaje sobre el 80% de niños malnutridos y un porcentaje menor de desnutridos en un alejado barrio de la ciudad, casi al final de ella. El barrio linda al norte con el Mercado Central de Productores. Cuenta con varios establecimientos educativos, con centros de salud, con vecinales, con parroquias. La escuela más amplia es pública, donde desde los tres años los niños desayunan, almuerzan y toman su merienda. Hay una escuela técnica más al sur con los mismos beneficios, la otra es una escuela parroquial donde la tarea de Cáritas es denodada. Existen, asimismo, otros comedores comunitarios y, a veces, hasta la vecinal ha contado con uno de ellos. Todas estas instituciones sufren permanentemente el saqueo y la destrucción gratuita de vándalos del mismo barrio, como también el robo permanente de mercadería.

Desde el punto de vista urbano, son escasas las construcciones identificadas como ranchos. Las hay muy precarias y las hay básicas de material. Se destaca la suciedad de calles, veredas, patios y el abandono dentro de las mismas viviendas. La existencia de malnutrición o desnutrición es exclusiva responsabilidad de las madres o los padres. Muchas de las familias son monoparentales, con una madre a la cabeza y varios hijos y se multiplican los embarazos adolescentes. ¿Cuál es el motivo de la desnutrición si todos los niños reciben la AUH y cada familia la tarjeta Alimentar?, además de la entrega periódica de mercadería por parte de Cáritas, de la vecinal y de leche en los dispensarios. Hay que destacar enfáticamente que todos los días reciben verduras, frutas, legumbres de los puestos del mercado. Son cajones repletos de mercadería excedente, ninguna en mal estado. Las mañanas posteriores a estas entregas se puede ver cómo depositan los cajones sin tocar en el servicio de recolección de basura o cómo los tiran en los contenedores. Éstas son estampas de fuentes directas. Hay malnutrición o desnutrición por ignorancia y brutalidad. La sociedad parece no entender que la ignorancia mata y que la educación alimenta. Hay desnutrición y malnutrición por falta de discernimiento: las madres no reconocen prioridades y gastan los recursos exclusivos para sus hijos generalmente en las “chatarras” del consumismo. Este es un caso de tantos en el país donde se asiste por los planes mencionados. ¿Hay algún control? ¿Se revisan y prorratean las mercaderías entregadas a las vecinales? ¿Cuál es el manejo de los intermediarios y por qué existen? Las preguntas salen a borbotones sin solución de continuidad, pero ante este panorama hay una sola respuesta: marginalidad, indigencia… Acelerada involución del género humano. Miseria. Además de la observación directa de quien escribe y el seguimiento durante un año, se cuenta con el testimonio cotidiano de los trabajadores sociales agobiados por una tarea que no obtiene resultados. Como ellos, integrantes de Cáritas, familias excepcionales, docentes también colaboran en refrendar estas características. Frente a esta pintura en la que se ha evitado la adjetivación, seguramente se opondrán voces que mencionen el desempleo, la inflación, el trabajo en negro, la changa, como causales de los escasísimos ingresos que reciben estas familias. No es tarea de un día para el otro: capacitaciones rápidas los harían acceder a otros ingresos, por un lado, y por el otro, la AUH  y la tarjeta alimentar son exclusivas para la utilización que indican. Estas afirmaciones no se basan en rumores sino en el seguimiento de historias de vidas, de testimonios ya que este barrio muchas veces ha sido  tomado para investigaciones socio, económicas y culturales como conglomerado testigo.

Hay profetas de la solidaridad con muy buena fe que sitúan este mal, de aquí en adelante, para nosotros, indigencia, en otra definición estrecha: desigualdad (no solo referida a lo económico). La desigualdad es razón de crecimiento, de desarrollo, de prosperidad, no de pobreza. La humanidad es desigual. La naturaleza es desigual. Las personas son desiguales, los pueblos son desiguales y del diálogo (entendido como interacción y mixtura) surge lo nuevo y bueno. La desigualdad es una necesidad, si se quiere, una tensión que beneficia, que provoca pensamientos, que genera ideas. La desigualdad obliga a una síntesis y ahí sí está la riqueza, en la síntesis de lo y los desiguales. De no llegar a ella, serán unos pocos los que migren a la luna o a Marte cuando por falta de esta interacción el planeta sucumba. Son los beneficios que algunos filósofos llaman la transitividad, práctica ausente en las relaciones de la dirigencia y de la sociedad argentina. Sería francamente estúpido desperdiciar este espacio para defender el uso de un sustantivo u otro. Ocurre que las palabras perfilan acciones y pobreza no es sinónimo de indigencia. Tal como se la plantea, estaría excluida, por desintegrada, de establecer encuentros sintetizadores (entonces ¿es pobreza?). De lo contrario, previo a la adquisición de los derechos del trabajador en el ámbito urbano o el sacrificio del peón rural, sin exceptuar al productor inmigrante que se esmeró parejo en la siembra y en la creación de ciudades, todos eran pobres. Y más allá de la nostalgia con las que algunas generaciones posteriores han definido sus orígenes, aquella no fue pobreza, como hoy la apuntan: el gringo y el criollo austeros llegaron a ciertas síntesis que dieron lugar a etapas de apogeo en esta Nación y la hicieron. Eran pobres, no indigentes, eran trabajadores sacrificados  con valores de proyección y trascendencia.

Tampoco se está elogiando aquí volver al bracero para calentar la pava o hacer el guiso sino a lo que Latouche o el mismo Piketty proponen como una política de decrecimiento, inviable si la educación no alienta el desapego y desintoxica de consumismo. Además del factor educación, no se puede dejar de mencionar aquí que estos pensadores proponen una ruptura de paradigma para Europa o el Norte. Sus habitantes llegaron a un buen nivel promedio de existencia. En tanto, hablar de decrecimiento, de desapego en países como éste, donde el movimiento económico del capitalismo viró hacia la salvaje concentración y a la extremadamente injusta concentración de la riqueza, y no a aquel llamado capitalismo burgués que por orejeras ideológicas no se encontró, es impropio. Nuestro recorrido como país ha sido por las vías del capitalismo colonial y el salvaje y como sociedad no hemos sabido construir alternativas de evolución dialéctica. En particular, Argentina hace doscientos años que reproduce ciclos idénticos, sólo diferenciados por matices contextuales, con algunos momentos de fugaz florecimiento. Entonces, la mal llamada pobreza no es un castigo bíblico, menos aún un privilegio para alcanzar la gloria: tiene dos caras, la de la compra por la imposición de los que son consagrados como dirigentes o la de la venta por los individuos que le temen al ejercicio de su libertad y al riesgo. Lo antedicho, en el mejor de los casos ya que particularmente nosotros, los argentinos, hemos adherido a dos realidades que creímos perpetuas: la de ser los mejores de Latinoamérica con sólo 6% de analfabetismo o la de heredar una tierra mágica y prolífera. En el peor, fueron quizás esas condiciones las que nos volvieron atenidos, perezosos, holgazanes, petulantes y soberbios. En el presente, la peor, la soberbia de la ignorancia.

Desde Sarmiento y su retrato de Facundo Quiroga, el ser originario argentino se ha relacionado con la barbarie y de suyo también con la marginalidad. Barbarie tiene igualmente distintas acepciones. Barbarie, de bárbaro, invasor extranjero, generalmente brutal y violento. Barbarie, de pobre, descuidado, ignorante, irracional, indigno, salvaje. Estos sinónimos generalmente asociados a la ruralidad de grupos cerrados, aislados y herméticos desconfiados de la urbanidad. Naturalmente arcaicos. Si bien Sarmiento mantiene esos términos, ya que les opone el de civilización, como lo urbano, lo citadino, lo europeo, a medida que nuestras sociedades se organizaban, estos vocablos se cargaron de otro sentido y de otra ideología: la barbarie fue el criollo (resida o no en el campo) y la civilización, la imitación de lo europeo. Sin embargo, la evolución del lenguaje ha ido recargando estos términos: los civilizados unitarios, pasaron a ser salvajes unitarios, y los bárbaros gauchos, caudillos liberadores, según la perspectiva.

Lo cierto es que hoy la palabra barbarie se descargó de la ideología sarmientina. Sólo evolucionó hacia la ignorancia, la brutalidad, el desgano, la pereza y, contrariamente a lo que pudiera pensarse, la servidumbre. Una mínima reflexión llevará al lector a relacionar estos datos con indigencia o marginalidad. La indigencia es bárbara: de una fiereza sorda o explícita y, paradójicamente, dispuesta a la servidumbre. Reticente a evolucionar, cerrada a todo dinamismo que la haga mover de su pereza y abandono. En nuestro país, sin importar el porcentaje, hay altos niveles de indigencia con estas características bárbaras. La diferencia con la generación del ’80 es que no se encuentra en la misma sociedad la civilización que se le oponga (se excluye la connotación ideológica que esa civilización suponía entonces) ni europea ni nativa ni nada. La insolvencia de idearios, la insustancialidad de la palabra, los cuasi guetos políticos incapaces del acercamiento y de la ya mencionada transitividad han estancado al país privándolo de todo crecimiento, especialmente el educativo. Entonces, se insiste en que no hay pobreza, hay una indigencia tangible e intangible trasversal, que no respeta clases, con esperanzadoras excepciones.

Como colofón ineludible, no pueden excluirse del análisis tres factores que corroen permanentemente aquella pátina noble que se le atribuía a la pobreza. Se la ha llamado barbarie y no se la ha diferenciado de la indigencia – como hoy se manifiesta-. Se acepta que son casi determinantes la hiperinflación, los sueldos magros que no la alcanzan y la concentración junto con la injusta distribución de la riqueza (variables insuficientes sólo relacionadas con el nivel de ingreso). Hasta para describir los fenómenos hay comodidad: es mejor encasillar una condición social que no evoluciona, con los números de la pobreza. Las tres generaciones ya comprendidas en ese denominador se han galvanizado, enquistadas en su miedo al riesgo y a la libertad. La dirigencia en general, no sólo la política, sin capacidad de conducir está atrapada por el miedo a la sociedad. Son pocos los que desnudan la verdad: el político se cuida del “pueblo” por  los votos; el periodista, por el rating; el empresario, por el cliente; el referente social, por el negocio y así sucesivamente. Ninguno tiene interés en dignificar la pobreza tal como corresponde a su esencia. Para cerrar, la pobreza es un digno lugar de partida, no un humillante pozo de llegada como hoy se la identifica. Durante dos décadas aproximadamente, en nuestro país se compró pobreza lo que la hizo indigna y, si es indigna, no es pobreza.   

(*) Especial para ANALISIS - Próximamente artículo complementario de Educación

Martín Roberto Piaggio y Guillermo Priotto inaugurando el primer congreso del PASSS en la ciudad. Fue en noviembre de 2018.

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